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Protección ¿de qué datos?

Llevo ya tiempo constatando que todo el tinglado legal montado alrededor de la protección de datos, del derecho a la intimidad y todo el resto de la tabarra, sólo ha servido para dificultarle la vida aún más al ciudadano, para burocratizar estúpida e innecesariamente aspectos que, ya de por sí, estaban excesivamente burocratizados. Por supuesto, sin la contrapartida de una verdadera protección de nuestros datos ni de la firme custodia de nuestro derecho a la intimidad. Desde la simple -pero engorrosa- molestia del dichoso aviso de las cookies cada vez que entras en una página más o menos comercial de la red, hasta agresiones flagrantes e impunes -cuando no con bendición gubernamental- como, a modo de simples ejemplos, el hecho de que en Cataluña se estén vendiendo desde la sanidad pública a corporaciones privadas datos sanitarios de los ciudadanos o que grandes superficies intercepten, sin que nadie les diga nada, lo que se hace con y desde nuestros móviles y nuestras propias conexiones en su área de influencia.

Concreta y habitualmente sufro este problema en mi trabajo y suerte que los compañeros de los servicios de personal intentan que el problema no lo sea o no lo sea tanto. Un ejemplo concreto y relativamente habitual: tanto mi abuelo paterno como mi padre fallecieron -cada cual en su día, obviamente- a consecuencia de un cáncer de colon. A causa de esto -el cáncer de colon tiene o puede tener un importante componente hereditario- cada par de años me realizan una colonoscopia. La colonoscopia, entre la prueba propiamente dicha y la reanimación, dura una hora u hora y media, aunque, como has sido objeto de una sedación, sales -según el día- o cascado o colocado o ambas cosas y así estás durante algunas horas. No son muchas, pero basta que sean dos o tres para que lo que quede de ese día esté liquidado en términos laborales, a no ser que te la hagan muy a primera hora, en cuyo caso quizá puedas aprovechar la tarde. Pero es que, además, antes de la colonoscopia (generalmente la mañana antes o la tarde antes) hay que... en fin, prepararse, ya me entendéis, lo cual sí que imposibilita de todo punto acudir al trabajo. En definitiva, sumada una cosa con otra, es un día entero de ausencia laboral (lo que muchos empresarios, impropia y canallescamente llaman absentismo), ausencia laboral que, obviamente, hay que justificar. Y a eso quería yo llegar.

Se pide en el servicio correspondiente el justificante. Y el justificante solamente dice que el señor Cuchí ha acudido tal día y a tal hora para hacerse una prueba.

- Oiga ¿no podrían especificar que ha sido este tipo de prueba?
- No señor, no podemos: normas de privacidad
- Bueno, ya, pero comprenda que este justificante, en su estricta literalidad, puede referirse lo mismo a una colonoscopia que a una radiografía o una extracción de sangre para un análisis. Y no son lo mismo, en términos de ausencia laboral.
- Pues lo siento, pero las normas son así y no puedo hacer nada más.

Afortunadamente, como he dicho, en el Servicio de Personal del Departamento en el que presto servicios nunca me han puesto pegas. Incluso en cierta ocasión que escribí de mi puño y letra en el justificante que la tal prueba había sido una colonoscopia, me lo devolvieron diciendo que los motivos no interesan por cuestiones de privacidad (digo yo que soy el único amo de mi privacidad ¿no? Pues se ve que no). Pero imaginad -y no cuesta nada imaginar- a cualquiera de los empresarios negreros que tanto abundan o de un responsable de recursos humanos mala bestia de una empresa -pájaro también abundante- o, simplemente, que cualquier día llegue a mi departamento un secretario general también en plan intransigente... ¿qué se hace, entonces?

Llega constantemente a mi casa publicidad no deseada en formato de papel, a mi nombre o al de alguien de mi familia; no digo nada ya del correo electrónico; me llaman por teléfono catorce mil individuos con mil acentos diferentes que parecen conocer al dedillo mi vida y milagros en materia de telecomunicación. Y ojo: soy de los que toman precauciones, dentro de lo razonable (ir de paranoico por la vida termina convirtiéndote en paranoico de veras). Constantemente leemos en los periódicos y en la Red que X centenares de miles de contraseñas han sido robadas a tal servicio, que circulan decenas de fotos de desnudos de señoras que no querían que circularan sus fotos desnudas. Parece que cualquier imbécil que disponga de tiempo puede clonar a cualquier usuario de una red social que le apetezca. Los padres están preocupadísimos (bueno, los que se preocupan, que no sé yo si llegarán a ser la mayoría) por las trapazadas que pueden jugarles a sus hijos en la red. Excuso decir los incidentes que constantemente sufrimos los fotógrafos aficionados. Y podría seguir llenando decenas de líneas con ejemplos.

Y nada, absolutamente nada de esto se ve evitado ni paliado por una farragosa legislación de [teórica] protección de datos y de protección de la privacidad y la intimidad que el ciudadano honrado y común sólo ve realmente cuando se la echan encima para complicarle la vida.

En definitiva, otra tomadura de pelo al sufrido españolito, al que se zancadillea una y otra vez, sin que sus datos, su privacidad y su intimidad tengan, en la palpable realidad, la menor protección.

Adicciones

Algunas de las veces que he comparecido en algún medio de comunicación representando a la Asociación de Internautas ha sido para debatir sobre si Internet engancha o no, sobre si existe adicción a la red.

Siempre he opinado que no, que tal presunta adicción ha sido constantemente negada en todos los foros y estudios psiquiátricos y que no pasa de ser, en algunos casos, comparable a esa gente que coge el coche incluso para recorrer doscientos metros (que no es mucho más numerosa por lo disuasorio de la escasez de lugares donde estacionar) o a la que se tira al chocolate como loca. Puede tratarse, a lo sumo -y ya es decir- de incontinencias. Ni siquiera me gusta la palabra abuso porque es valorativa: ¿hasta dónde no se abusa de Internet y a partir de dónde se abusa de la red?

Bien, como el uso de la red se ha extendido y normalizado tanto que ya los tradicionales pedantes que se sentían por encima de la cosa esa hacen el ridículo y la pretensión de una drogadicción consistente en estar enganchado a Internet es vista con cierta rechifla, ahora le toca al móvil, concretamente al smartphone (porque del móvil mondo y lirondo también dijeron tonterías adictivas, pero como ahora ya no lo usa apenas nadie...).

Ahora, los pedantes de siempre hablan del abuso del smartphone porque todo el mundo se pasa el día pegado al smartphone. Personalmente, el único abuso de smartphone que considero y denomino tal es el que tiene que ver con la buena educación: interrumpir una conversación porque ha llegado un mensajillo de WhatsApp me parece de una grosería insufrible. Pero ojo, la grosería lo es en sí, no en función del aparato. Si queréis verme agarrar un globo de los buenos, ponedme en una cola (por ejemplo, en un banco o, mucho más infrecuentemente, en una taquilla), situación que, ya de por sí, me pone de muy mal humor, y que el empleado, funcionario o lo que sea, interrumpa cada dos por tres el trabajo de atender al público que aguarda para atender -mediante un aparato de los de siempre, corriente y moliente- a alguien que telefonea. No es nada extraño, ante una situación como esta, que yo interpele al empleado en cuestión para preguntarle -en tono agrio- qué cola han hecho esos señores que llaman para pasarme delante tan frescamente, por qué no habría de ser el que llama por teléfono el que espere a que la cola haya terminado.

Es verdad que el smartphone y su popularización nos han traído escenas chocantes, inauditas hace unos muy pocos años. Ir en el metro y ver que los ocho ocupantes de los dos bancos enfrentados están, como un sólo hombre, enfrascados en vete a saber qué (la compulsividad digital induce a pensar en WhatsApp o en algún juego) no es, en absoluto, una escena rara. Y sería lamentable si esta escena sustituyera a la de ocho ciudadanos charlando animadamente, pero sabemos que no es así. Antes, salvo unos pocos que leían (y siguen haciéndolo, aunque en un aparato digital: el papel ha desaparecido casi por completo) el resto permanecía con una mirada de catatonia orate perdida en cualquier parte. Ahora la gente hace algo en lo que parece interesada; situación probablemente mejorable, pero indudablemente mejor que la anterior. Visto así, yo creo que el que tendría que ir a hacérselo mirar es el percebe de las adicciones.

En realidad, podríamos verle una faceta maravillosa a todo esto: estamos permanentemente comunicados con nuestros seres queridos, con nuestros amigos... con los que están cerca y con los que están lejos. Hace muchos años, mi mujer y yo teníamos la costumbre de llamarnos (o el uno o el otro) una vez cada día, a media mañana, para... bueno para... cosas, esas costumbres rutinarias que adquirimos los cónyuges mientras trabajamos, que si todo va bien, que si hay algo nuevo...; pero, obviamente, una vez cada jornada. Ahora, esa llamada telefónica se acabó. Cada vez que mi mujer necesita decirme algo (o yo a ella) me envia un mensajillo por WhatsApp (aunque últimamente voy consiguiendo que se acostumbre a Telegram) y yo se lo contesto en cuanto el trabajo me permite unos segundos de tiempo. O viceversa, por supuesto. Tengo a mi hija menor en un campamento en el otro extremo de Cataluña, pero hablo con ella varias veces cada día y eso me la acerca, me da la impresión de que no está tan lejos. Y como tenemos un grupo familiar, alguna vez durante el día hablamos todos sobre algún tema de importancia doméstica, cuando es necesario, con independencia de dónde esté cada cual (que, frecuentemente, ni lo sabemos). Tengo un amigo cuya hija ha ido a trabajar a Holanda y otro que tiene a su primogénito en Australia y los dos hablan a diario -y más de una vez- con sus hijos. ¿Saben los atontados de la adicción lo que ayudan estas facilidades a reducir las distancias, la sensación de proximidad al ser querido que nos proporcionan las TIC?

Los tuiteros estamos al pie de nuestro particular cañón (el TL) desde que nos levantamos hasta que nos acostamos; otros ídem con el Facebook. Ya no concebimos ir de spotting, por ejemplo, sin FlightRadar, FlightStats o LiveATC, amigos y residentes en nuestros móviles; incluso hay quien lee libros a través del smartphone (yo prefiero mi tableta, que siempre va conmigo, pero cada cual tiene sus gustos)...

Antes, las personas mayores llevaban siempre en el bolsillo una navaja multiusos (yo la he llevado desde siempre y lo sigo haciendo); hoy, jóvenes, desde luego, pero también mucha gente mayor, llevamos esa otra herramienta polivalente que nos tiene en permanente comunicación con quien nos interesa, de una manera eficiente, rápida y barata, con nuestros seres queridos y con nuestros interlocutores de debates, de aficiones o de intereses comunes o confluyentes, que nos permite ser localizados en cualquier momento por aquellas personas (clientes, amigos, familiares) a las que nos interesa facilitarles la comunicación con nosotros, que nos permite estar informados en tiempo real de todo aquello que nos interesa o que nos puede interesar de cualquier parte del mundo, que tiene también elementos de entretenimiento: juegos, libros, música..., que nos permite saber dónde estamos (ya no nos perdemos por la ciudad y pronto, cuando la cartografía topográfica digital alcance a estos aparatos, en ningún lugar del mundo que esté a la vista de tres o cuatro satélites de la red GPS o GLONASS) y que puede presentarnos, entre otros miles de cosas, hasta un planisferio para saber qué estrella u otro cuerpo celeste es aquel que hay allí y brilla tanto.

¿Adicción? No sea un analfabeto con titulación universitaria y dedíquese a mirar el mundo en el que vive, más allá de su rancio y mohoso escritorio de fraile medieval.

Imagen: Alar Kirikal en Wikimedia Commons
Licencia: Dominio público

Esto quisísteis, esto tuvísteis

Lo he dicho muchas veces: parte importante de las cosas que nos contrarían, suceden porque nosotros permitimos que sucedan. Nuestra molicie, nuestro hedonismo, nuestro menfoutisme y, en ocasiones, nuestra extrema cobardía, nuestra absoluta falta de redaños no para afrontar grandes desafíos sino incluso para correr pequeños riesgos, son campo abonado para que el político felón haga con nuestras vidas lo que le dé la gana en función de sus propios intereses y de los intereses de sus protegidos, cómplices, inductores o encubridores.

Hagamos un pequeño repaso.

Ley Sinde

¡Hay que ver la que liamos en las redes sociales! «¡Arde Twitter!», se leía por ahí. Y sí, sí, manos al teclado, la liamos parda. Y exclamamos sapos y culebras ante cualquier medio de comunicación que nos dio cancha. Y luego, incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese... y no hubo nada.

Esta es nuestra triste y cutre historia.

Pero seguimos acudiendo a las salas de cine. Se van cerrando, sí, pero las más van sobreviviendo. Y cuando bajan precios, acudimos en tropel. En este punto, quisiera aclarar que utilizo la primera persona del plural como licencia literaria: con una sola excepción -de la que, además, me arrepiento- hace veintitantos años que no piso un cine y, además, lo tengo a gala.

Si hubiéramos hecho un boicot total y absoluto a las salas de cine y a la compra de DVD, en una sola semana, dos a lo sumo, nos hubiéramos cargado la ley Sinde. Pero cada cual tiene su excusa: hombre, es que es cultura (?), qué hago si no... o el colmo de la chinchorrería: pensar -y, a veces, sostener- que estas actitudes son propias de pringados. Casualmente, los que más sostienen esta opinión suelen ser los más pringados, pero en fin...

El caso es que no hay capacidad de sacrificio ni para prescindir de dos semanas de cine, que ya ves tú qué privación tan espantosa.

Pues ahí tienes la Ley Sinde. Y espera a que modifiquen la LPI un día de estos y verás lo que es bueno.

Canon AEDE

Plataformas, gurús, todos gritamos contra el canon AEDE que nos van a clavar irremediablemente en próximas fechas. Las redes también bajan, torrenciales, llenas de protestas. «¡Arde Twitter!» como les gusta decir a los gilipollas del papel. Pues Twitter arderá, pero a las sedes de los partidos pesebreros no llega ni el olor a humo. Y si llega, ya les echa ambientador -que es de lo que se trata- la prensa asimismo del pesebre.

Pero cada día se venden periódicos. Cada vez menos, dicen, pero se venden. Miles de bares temen perder su clientela si cancelan sus suscripciones. Muchos particulares son incapaces de desayunar el bocata de las 10 sin hojear un periódico hecho de árboles muertos, pese a que unos cuantos llevan una tableta en el maletín y el bar en cuestión tiene wifi. Y mucha gente compra el periódico en papel por analfabetismo tecnológico, o porque llevar un periódico bajo el brazo bien visible hace intelectual, o progre, o patriota, según la cabecera.

Si un buen día los kioskeros devolvieran íntegro su paquete de ejemplares a la distribuidora, si se sucedieran de minuto en minuto las llamadas, faxes, cartas y demás cancelando suscripciones, antes de una semana nos habríamos cargado el Canon AEDE

Pero se ve que tampoco puede prescindirse del periódico de papel ni siquiera una semana, pese a que la Red está materialmente abarrotada de prensa digital de todos los colores y calidades. Y gratuita en su mayor parte.

Pues nos vamos a comer el canon AEDE. Y ya está. No le demos más vueltas.

Ley Mordaza

Esa quizá es más complicada de cepillarse mediante un boicot directo, habría que hacerlo de modo indirecto. Habría que buscar un grupo empresarial lo suficientemente potente como para que su presidente, presa del pánico, llamara a Rajoy, le ordenara meterse por el culo la Ley Mordaza y Rajoy procediera a bajarse los pantalones sin rechistar, e ir de frente contra ese grupo empresarial, sin contemplaciones.

Evidentemente, si para la Ley Sinde o para el Canon AEDE, con targets tan evidentes, no hay manera de proceder a un boicot efectivo, imaginarse si primero hay que discutir a quién boicoteamos, aunque tampoco imposible porque, a elegir entre una docenita, da igual una que otra. Sin embargo, sabemos que no va a ser así.

O sea que nos van a enchufar la Ley Mordaza tan fatalmente como nos vamos a comer el Canon AEDE y tan irreversiblemente como nos hemos tragado la Ley Sinde.

Así que menos quejarse y menos ignición en las redes sociales: todo esto nos pasa, simplemente, porque queremos.

El taxi en guerra

Problemón con los taxis y Uber. Uber, ya sabéis, esa empresa que, mediante una APP, pone en contacto a usuarios con conductores privados que realizan el mismo servicio que el taxi a precio alzado que se paga a través de la propia APP. Como encima parece que el servicio es de gran calidad -digo parece porque hablo de oídas: yo no lo he usado-, tiene muchísimos adeptos, en número creciente, además, y, por tanto, el conflicto con los taxistas está servido. Ya hablé una vez de este tema, creo recordar, pero habrá que volver sobre él; esta mañana he tenido un interesante debate en Twitter con Ricardo Galli y con José Cervera sobre la cuestión. Y convendría que le echárais un buen vistazo al post de Enrique Dans al respecto.

Los taxistas se quejan con su razón: mientras ellos trabajan con una licencia que les ha costado un dineral, deben utilizar unos taxímetros homologados (e injustificablemente carísimos), sus seguros de responsabilidad están sujetos a primas más costosas y, en fin, deben cumplir unas normas reglamentarias (aunque algunos se las pasen por el forro) que les obliga a llevar el coche en unas determinadas condiciones, cumplir con un sistema de turnos horarios, percibir unas tarifas establecidas, etc., los vehículos y conductores adscritos a Uber no tienen todas esas limitaciones (ignoro si Uber tiene algún sistema de control de calidad, pero imagino que consistirá básicamente en las valoraciones de sus usuarios). Y, en último término, a los taxistas les protege la ley, una ley que Uber se salta alegremente.

Pero, salvado y aclarado lo dicho, la realidad es más compleja y añade muchísimos matices a la cuestión.

El sector del taxi... se dice que es un monopolio. No, monopolio propiamente no creo que sea la palabra: en el sector hay multitud de empresas y, sobre todo, está compuesto mayoritariamente por trabajadores (o empresarios, llámalos como quieras) autónomos. Pero sí es cierto que el sector, como un conjunto, como un todo, está acerrojado: son los que son y punto. Si entra alguien nuevo, es porque sale alguien antiguo. La estupidez y la cortedad de vista de los políticos municipales (de todos los tiempos y, por lo visto, de toda Europa), al bloquear el número de licencias, las convirtieron en un valor especulativo (cuestan, en Barcelona cuando menos y seguro que también en Madrid, casi, o sin casi, como un piso). ¿Qué ocurre? Pues que, con ello, los ayuntamientos han perdido su capacidad de flexibilizar el sector: si abren la veda de la licencia, las que existen actualmente se devaluarán de forma sustancial, quizá totalmente, con lo que tendrán un conflicto gordísimo; para disminuirlas, tendrían que indemnizar a los titulares de las licencias suprimidas (y aún así habría pollo) y no están las arcas públicas españolas -y las municipales menos- para esta clase de bromas.

En pocas palabras: la única solución al conflicto es liberalizar el sector (licencias y tarifas libres, bajo una regulación común, eso sí, en materia de uniformidad del vehículo, profesionalidad del taxista, seguridad del pasajero y responsabilidad civil) pero liberalizar el sector es inasumible para los ayuntamientos. Económicamente, desde luego, imposible a fecha de hoy; pero es que, además, el conflicto social -y probablemente hasta de orden público- que se plantearía con los taxistas sería muy duro de gestionar. Sólo en Barcelona hay más de diez mil licencias de las que cuelgan autónomos y trabajadores asalariados (y sus familias, claro), y empresas (casi todas, por no decir redondamente todas, PYMEs).

Sin embargo, las alternativas basadas en estructuras colaborativas facilitadas por las tecnologías, van a más y pronto serán -si no lo son ya- un fenómeno tan difícil de combatir, por no decir imposible, como el P2P (en cuya filosofía, por cierto, se basa el asunto) con total independencia ya no sólo del juicio moral de la cuestión sino incluso de la normativa, cada vez más imposibilitada de dar alcance a la pujanza, flexibilidad, velocidad y capacidad de mutación y reproducción de los proyectos basados en esas tecnologías. La propia Comisión europea está torciendo el gesto ante la pretensión de algunas ciudades de echar a Uber (y similares) del mercado.

En lo demás, tampoco los ciudadanos estamos demasiado contentos con el sector: tarifas crecientes, profesionalidad decreciente (¿qué barcelonés no se ha topado con un indostánico que no entiende ni el idioma y que tira a trancas y barrancas de GPS? ¿quién da las licencias de taxista en esta ciudad?) y un servicio, en su conjunto, manifiestamente mejorable, incluyendo la presentación y la higiene de sus vehículos (y de algún que otro conductor, de paso). Al barcelonés común, seamos claros, el taxi no le resulta un servicio próximo ni simpático. Habría que preguntarle al madrileño (o al sevillano, o al bilbaíno), pero me parece que la respuesta no iba a andar muy lejos.

El conflicto, pues, está ahí. Y tiene mala solución. No me gusta ser determinista -de hecho, no lo soy, en absoluto- pero otros fenómenos disruptivos -según le gusta expresarse a Dans- nos han enseñado el camino que seguirá este: Uber es la punta de lanza de un fenómeno que irá creciendo y, probablemente, en proporción geométrica, le guste a la normativa vigente o no le guste; además, a medida que el tiempo avance, la represión, ya ahora muy difícil, se hará imposible. Los autores no aprendieron (si es que ya han aprendido, que no está del todo claro) hasta que la realidad derrumbó su tinglado sobre ellos mismos. A los políticos y a los urbanistas (y a los taxistas también, y lo siento sinceramente por la mayoría de ellos) les espera idéntica y dura enseñanza.

Resulta lacerante decir que algo sucederá con independencia de la ley, pero el problema no está tanto en la infracción en sí misma como en quienes promulgan una normativa inflexible que no es que se vuelva obsoleta sino que, con harta e irritante frecuencia, ya nace así.

La culpa, en definitiva, es de la sumamente deficiente profesionalidad del legislador.

Imagen: Enfo en Wikimedia Commons
Licencia: CC-by-sa

Ese imposible derecho al olvido

Ese tema del derecho al olvido es delicado y difícil. Lo primero que uno se pregunta (de hecho, algunos comentaristas se lo han preguntado) es de dónde sale ese presunto derecho, quién se lo ha inventado y quién ha promulgado ese inédito derecho exclusivo a escribir la propia biografía sin que nadie más pueda hacerlo. También hay que reconocer que si ese derecho no existe, o no existía hasta ahora, es, sencillamente, porque no había hecho falta o sólo les había hecho falta a los escasísimos prohombres con entidad suficiente como para que alguien emplease tiempo escribiendo -y dinero editando- un libro sobre ellos. Pero con Internet, el problema se extiende a todo el mundo: cualquiera, absolutamente cualquiera, puede ser biografiado por cualquiera -y de modo bastante exhaustivo- con gran facilidad.

Y sí, humanamente parece que sí apetece la consagración de ese derecho. Yo pienso muchas veces en las pobres hijas de Zapatero y en aquella foto ominosa. Pienso en un futuro en el que unas mujeres, quizá capacitadas, quizá excelentes profesionales, acaso vean puertas cerradas por la inoportuna -pero prácticamente segura- aparición de la desgraciada fotografía en cuestión, precisamente en una época en que las empresas, los partidos políticos, corporaciones, incluso no pocos ámbitos de las administraciones públicas, rinden tantísimo culto a la imagen que no aceptarían que esas chicas pudieran representar visiblemente a la organización de marras u ocupar un puesto de eventual trascendencia mediática.

¿Por qué tendrían las Zapatero que sufrir las veleidades de un padre que ignoró incluso su exacto papel como tal? Efectivamente, prácticamente todos los padres, puestos en su lugar, hubiéramos dicho -como tantas veces hemos dicho en ocasiones similares de acuerdo con la vida social de cada uno- aquello de «Ni hablar, vestida así no vas a...» y aquí pon «la comunión de tu prima», «el entierro de la abuela»... o «visitar al presidente de los Estados Unidos». En su tremenda carencia de referencias firmes, Zap ignoró (no sé si ignorará todavía) que el ejercicio de la paternidad comporta, entre otras cosas, un responsable y adecuado ejercicio de la autoridad. Y ejercer la autoridad supone, en muchas ocasiones, privar a alguien -a los hijos, en este caso- del uso y disfrute de una determinada libertad que, en términos generales, preexiste. ¿Tendrán que pagarlo sus hijas de por vida?

Más generalmente, todos hemos hecho burradas cuando éramos jóvenes... ¿Hay que purgarlas a perpetuidad? ¿Hay derecho a que una impremeditada borrachera juvenil -pongo por caso- constituya una seria barrera al progreso laboral, profesional y social de una persona quizá, por lo demás, brillante? Se me viene ahora el recuerdo de una batallita de la mili: un gastador pasó su último mes de servicio en el calabozo; bastante perjudicado por libaciones, al parecer abundantes, no se le ocurrió nada más que subirse una noche a la mesa del coronel con un atuendo estrafalario y unos calzoncillos por sombrero y dejar que le hicieran una foto. Naturalmente, la foto (hecha con una cámara Polaroid) circuló y... bueno... Chorradas de chavales, y más en el entorno de la mili, sí, pero... ¿y si esa foto hubiera subido a Internet? No sé qué será de ese chico -hoy un hombre con la jubilación en un horizonte a medio plazo, como yo mismo- porque tampoco lo conocí mucho entonces, pero imaginemos por un momento que hoy es un feliz y acreditado director de Relaciones Públicas de una cadena de grandes almacenes, pongamos por caso. ¿Lo habría sido con esa foto ahí arriba? Muy probablemente no. Mire, Martínez, es usted un profesional como la copa de un pino, y en esta casa le apreciamos mucho, pero imagine que tenemos un problema grave, que usted sale a dar la cara, como sería obligación de su cargo, y la gente de Twitter o de Menéame empieza a hacer correr esa foto; figúrese: encima del problemón originario, la rechifla subsiguiente...

Lo cierto es que todos vivimos ya en un escaparate, no sólo porque nos ven los que tenemos alrededor en un momento dado sino porque, según ruede, puede llegar a vernos el mundo entero. Tal como suena.

Esta mañana veía un tuiteo en el que alguien acusaba al conductor de una furgoneta de la Diputación de Girona de haber arrojado en carretera una colilla encendida que fue a parar al parabrisas del tuitero, que circulaba inmediatamente detrás. Y en el propio tuit viene la foto de la furgoneta con el logotipo de la Diputación y la matrícula del vehículo. Puede que no pase nada. Puede que ese conductor sea llamado a capítulo y pase un mal rato. Puede pasarle algo incluso peor según lo que tengan de despiadados sus superiores y lo precario de su contrato.

Todo ello es luctuoso, pero es así, es como está funcionando el mundo ahora mismo. ¿Puede evitarse? No lo sé, es realmente difícil. Incluso aunque se lograse sacar un contenido fuera de la red -empresa tan difícil que parece redondamente imposible- ese contenido podría residir en millares de discos duros o de directorios in the cloud y reaparecer y multiplicarse exponencialmente por segundos en el momento menos pensado (y, normalmente, más inoportuno). Seguro que gobernantes estúpidos intentarán legislar contra eso; recordemos que los tontos con gorra de plato (Gil y Gil en eso tenía razón) tienden a creer que sus ukases son taumatúrgicos y todo lo pueden; así tenemos nosotros un Código penal enciclopédico y abarrotado de estupideces. Pero todo lo que se haga al respecto será inútil, según me temo. Por eso me sorprende la reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la UE (habitualmente muy bien centrado en los asuntos tecnológicos) obligando a Google a borrar los enlaces a un determinado contenido no muy airoso para el afectado al que beneficia la sentencia: si ni la retirada del contenido sería suficiente -como acabamos de ver- ¿que se cree nadie que va a ganar retirando enlaces de buscadores sin siquiera retirar el propio contenido de allá donde está? De locos.

La solución, desde luego, no está en llenar de tonterías la máquina de legislar o de sentenciar y ponerla en marcha.

En realidad, no hay más solución que la pública y generalizada asunción de la idea de que nadie, ninguno de nosotros, es perfecto, que mañana podemos ser nosotros mismos víctimas de un bochorno parecido al que hoy estamos haciendo pasar a otro. Es cuestión, en fin, de educación y de conciencia social. Del mismo modo que hace no tantos años los discapacitados mentales o sensoriales eran objeto de burla o, como mínimo, de trato despectivo y hoy reciben -aún con todas las carencias que todavía sufren- un trato más humano y justo, tendremos que empezar a asumir que un dirigente empresarial o político o social totalmente digno de ocupar la posición en la que está, no pierde ni un átomo de mérito o de dignidad por el hecho de que todos sepamos -o podamos saber- que a los dieciséis años se le fue la mano en un botellón o que a los veinte escribió una carta a un periódico diciendo cuatro tonterías mal meditadas.

Porque el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.