Ayer sostuve un microdebate con un seguidor de Twitter (nos seguimos mutuamente, vaya).
El contexto inmediato era la corrupción, pero el contexto general era, en cierto modo, qué habría que hacer para cambiar este país. Yo sostenía que un cambio sistémico: ya es sabido que sostengo que el últimamente llamado régimen del 78 está en pleno naufragio, un naufragio tan brutal que pocos restos podrán aprovecharse de él, por lo que soy partidario no de una reforma constitucional (eso sería ponerle paños calientes a esa triste Pepa putrefacta), cosa quizá posible hasta hace unos no muchos años, sino una nueva Constitución, una Constitución que tendría que plantear con ánimo no de perpetuidad -eso sería una estupidez- pero sí en el muy largo plazo qué diseño de país queremos. Y ello implica debates duros: la forma básica de Estado (lo de monarquía o república, para entendernos), la estructura territorial, los principios económicos y políticos, las libertades cívicas -con las tecnologías bien presentes-, la organización política y jurisdiccional y el etcétera que cabe suponer. Pero es que, además, habría de plantearse de forma tan clara que, salvando los mínimos interpretables inevitables en Derecho (el Derecho es un producto humano y, por tanto, imperfecto) no diera lugar al cutre espectáculo que hemos vivido con la actual que ha tenido ya no interpretaciones sino lecturas. Y no pocas, además. Lo cual constituye un cachondeo intolerable.
En fin, de todo esto habría que hablar como para escribir varios libros y ello aún antes de meternos en harina, pero me basta dejarlo así, no sin advertir que, además de lo anterior, el leit motiv de un nuevo texto constitucional habría de fortalecer la sociedad civil y hacerla efectivamente -no simbólicamente- partícipe de la vida política, más allá de votar cada cuatro años.
Reconozco que esto tiene un problema: ¿quién iba a redactar esta nueva Constitución? ¿Quién la iba a promover? ¿Quién la iba a negociar en representación de toda la ciudadanía? ¿Los políticos actuales, es decir, la Casta?
Mi contertulio, al que no conozco personalmente pero que imagino joven, planteaba unas alternativas muy difusas -y bastante temibles, a mi modo de ver, en aquello que no tienen de difuso- contenidas en la expresión «Derribo de un régimen, empoderamiento ciudadano y, entonces sí, proceso constituyente». Yo hubiera querido pedirle que me aclarara un poco más todo esto, pero, con la limitación de 140 caracteres de Twitter, debatir a fondo estos temas es demasiado. Porque en cualquier parte, pero sobre todo en España, lo de derribo de un régimen y empoderamiento ciudadano me suena a FAI que te cagas. Y que conste que el anarcosindicalismo -no la vacua acracia- no me resulta en absoluto antipático, por más que no acabo de verlo viable, pero algunos de sus planteamientos teóricos son muy apreciables y quizá todavía aprovechables. Algunos. El problema es que «derribo de un régimen y empoderamiento ciudadano» suena mucho a masas ácratas desencadenadas y ya sabemos lo que eso significa (y no sólo por la Historia de España). La acracia en la calle no ha sido nunca sino el prólogo del advenimiento de un salvapatrias que, con el pretexto de «poner orden», acaba imponiendo el suyo sin contestación posible.
Las revoluciones que acaban siguiendo su más o menos recta senda siempre han sido inspiradas y dirigidas por una élite: intelectual casi siempre y burguesa siempre, constatación que, de buen seguro, no le va a gustar nada a mi contertulio, pero ahí tiene el libro de Historia, una referencia frecuentemente olvidada. Que yo recuerde, no hay constancia en la Historia universal, de una revolución espontánea, con una dirección asamblearia o autogestionaria, que haya triunfado a medio o largo plazo. Ha habido, sí, algaradas, revueltas -masivas, incluso- espontáneas, pero o bien han acabado ahogadas en su propio desorden o en sus propias contradicciones o bien han sido reconducidas por minorías elitistas que, según el caso, las han llevado al éxito o al fracaso.
El régimen del 78 demostró, por otra parte, que una Casta puede, en determinadas circunstancias, alumbrar un proyecto nuevo, bueno y apasionante. Se dirá que de ahí salió el fiasco de ahora, pero la Pepa actual respondió, en un principio, a lo que podríamos considerar como proyecto nuevo, bueno y apasionante. Con sus defectos, claro. Algunos se vieron en aquel mismo momento, pero otros han tardado años en aparecer y son más debido al transcurso de esos años que a los intrínsecos de aquella (esta) Constitución. Uno de sus peores males ha estado, precisamente, en mantenerla sacralizada, evangélica e inamovible y mira como está ahora.
Con la transición, los partidos victoriosos en las elecciones (perfectamente democráticas, tengo que recordar) de junio de 1977 redactaron una constitución a su medida. Conviene recordar también, incidentalmente, que las elecciones de 1977 fueron posibles porque la Casta vigente hasta entonces -la franquista- accedió a la reforma política y que las instituciones franquistas se suicidaron y permitieron que el proceso democrático se llevara a cabo dentro de la legalidad (hubo que hacer algún encaje de bolillos jurídico pero, básicamente, fue un proceso plenamente legal). Después, los partidos políticos victoriosos resultaron unos perfectos sinvergüenzas que se repartieron el botín político de la España que nacía, es cierto, estableciendo un sistema de poder omnímodo para sí mismos. Pero quizá habrá que recordar que no se podía hacer mucho más al respecto con una sociedad civil prácticamente inexistente como tal, con una desorientación política absoluta y una falta de educación democrática total; si los partidos no hubieran podido tener un férreo control del acontecer político, la transición y, obviamente, España misma, hubiera acabado muy mal; tan mal como aparecería en nuestras peores pesadillas. Dicho de otra manera: el mal no estuvo, en aquel momento, en que los partidos se constituyeran en poder omnímodo sino en la felonía de los mismos. La Constitución de 1978 estuvo bien para los primeros diez años. El mal estuvo en los siguientes veintiséis años en los que la Casta, con el machito bien agarrado, se negó en redondo a la menor actualización de la Constitución -salvo en dos casos y uno de ellos más que lamentable, un verdadero ciudadanicidio- y se entregó a los abusos que hoy son públicos y notorios.
No se puede juzgar la transición con la vista puesta en 2014. En 1977, las cosas no eran tan fáciles ni tan reducibles al «blanco o negro».
Por lo mismo, pues, que hubo que organizar el tinglado del suicidio de las instituciones franquistas, que admitir a los factótums franquistas en el nuevo proyecto, que dictar una amnistía pensando más en ellos que en los otros (aunque todos se beneficiaron por igual de ella) sin la cual no hubiera sido posible seguir adelante, tendríamos que organizar algo parecido (efectivamente, una segunda transición, como decía mi contertulio) a partir de la Casta actual. Porque las rupturas sin alternativa inmediata de repuesto conducen al caos absoluto, al desorden total, y porque sólo a partir de la legalidad es posible construir civilizadamente. La ausencia de legalidad es, pura y simplemente, barbarie.
Es fácil caer en la tentación de decir que la legalidad es una mierda, es fácil caer en la demagogia de que la legalidad no puede estar por encima de los deseos del pueblo, como arguye ahora mismo el independentismo catalán y como han argüido siempre todos los redentorismos que han acabado con el país a tiro limpio. La legalidad puede tener todos los defectos que se quiera y más, ciertamente, pero sin ella... ¿quién se arroga la legitimidad? ¿Quién puede decir y con qué autoridad moral por dónde se ha de ir? ¿Quién se arroga representaciones y a través de qué mecanismos? (y que no me hablen de asambleas, por favor). Podemos -aunque a mí no me guste mucho, o prácticamente nada- es una muestra palpable de la posibilidad de reconducir radicalmente un estado de cosas por la vía de la legalidad; que yo sepa, Podemos actúa dentro de ella. Luego veremos lo que sabe hacer, si llega el caso, pero esa ya es otra cuestión. Pero Podemos, en todo caso -y si llega a triunfar plenamente- sería una excelente muestra de cómo descabalgar a la Casta democráticamente y en el estricto y más limpio cumplimiento de la ley. Y ojalá no suceda con Podemos, pero como muestra de lo que digo, es perfecto.
En la transición hubo mucha tinta negra, es cierto, y mucho papel corriendo por debajo de la mesa, también es verdad. Y mucho humo, y mucha luz de gas. ¿Podía haberse hecho mejor? Desde luego. Y en su día hubo mucha gente que clamó por que se hiciera mejor y planteó alternativas serias, estudiadas, y se hizo desde posiciones ideológicas distintas y, en ocasiones, diametralmente opuestas. Pero no tan mejor como ahora, treinta y seis años años después, pretenden algunos -generalmente menores de cuarenta años- en lo que a mí me parece un ejercicio de ignorante soberbia.
La transición con todos sus defectos, con todas sus lacras (pero las de entonces, no las de 2014) fue, si lo comparamos con sus posibles alternativas, un ejercicio de una asombrosa lucidez para haber sido hecha en España, en una España bastante negra forjada en tres ominosos cuartos de siglo.
La transición, hasta que venga alguien a demostrar lo contrario o a hacerlo mejor -cosa esta última que anhelo con impaciencia-, es la obra política más seria que ha parido este país en toda su Historia contemporánea. Ojo, que no es poco.
Y si a alguien le parece que, con esta opinión, escoro a la derecha, haré lo mismo que cuando alguien opina que escoro a la izquierda: desearle al opinante un feliz paseo por la sombra.
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Javier Cuchí
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