Aunque el fraude nacionalista es la cimentación intelectual de los procesos que están viviendo Escocia (donde el subidón ha terminado y el soufflé ha bajado casi del todo) y Cataluña (aún pendiente de llegar a su punto álgido) tienen orígenes muy concretos e inmediatos: el hartazgo ante una clase política y la desesperación ante una política que se ha cargado más de cuarenta años de estado del bienestar. Cameron y sus torys y Rajoy y sus ultraliberales de horca y cuchillo están en el penúltimo escalón que ha llevado a Escocia y a Cataluña a la ira independentista.
Parece que esta es la lectura que se está empezando a hacer ahora, sobre todo mirando a Escocia, donde, calmadas las aguas, los daños pueden empezar a ser evaluados desde el sosiego. Pero, dicho sea con toda modestia, hace más de un año que esto lo vengo diciendo yo: no hay más que ir hacia atrás en la serie Suspiros de España de este mismo blog para constatarlo.
La ciudadanía de Escocia y Cataluña, en su desesperación, encontró el agujero de la independencia y, oye, mira, de perdidos al río. Otros desesperados no tienen ese agujero y por eso se inventó Podemos (ilustrativamente, Podemos no tiene tanto predicamento en Cataluña como en otras zonas de España y, probablemente, se vestirá o aliará con la marca autóctona Guanyem). Sólo esto puede explicar que el independentismo, cuyo techo más triunfal no había pasado jamás del 20 por 100 en momentos de vorágine -ordinariamente oscilaba entre el 15 y el 18 por 100- alcance ahora las cotas que le dan las encuestas. Si creemos las encuestas, claro: las cifras que he dado yo (de memoria, eso sí) proceden de elecciones anteriores al 2010 y en relación al voto emitido. Pero, con las encuestas más o menos manipuladas o no o todo lo que se quiera, sería del todo infantil negar que el independentismo, el neoindependentismo, mejor dicho, ha crecido exponencialmente en muy pocos años. Por ello no sorprende que las señoras estas que dirigen el cotarro aquí hayan lanzado su particular «¡No pasarán!» con la consigna «¡Ara o mai!» («ahora o nunca»). Ya lo pueden decir, ya: si la unidad de España sale viva de esta, el independentismo va a tardar muchos años en estar en condiciones de montar otra zalagarda como la actual, aunque indudablemente seguirá presente en la vida política catalana (y española) y seguramente con un cierta fuerza (mayor, desde luego, de la que tenía antes). Que me da la impresión que es, en el fondo, lo que verdaderamente se pretendía.
Veo, pues, que unos cuantos plumillas son -como yo- de la opinión de que una vez apartados de en medio los ultraliberales y sus políticas antisociales, las aguas del independentismo, aunque crecidas ya de manera permanente, volverán a su cauce. Y que nadie se haga ilusiones: el independentismo (en Cataluña, como en el País Vasco, en Escocia, en la Bélgica flamenca, en Córcega y en algunos lugares más) no desaparecerá sino tras un largo proceso de alcance histórico de transformación de Europa, transformación que habría de alcanzar a la concepción misma del continente. Así que, si se quiere acabar con el independentismo, habrá que ir enterrando definitivamente a De Gaulle y empezar a modelar una Europa en el que los actuales estados y naciones vayan perdiendo vigor en favor del hecho común, comoquiera que se articule políticamente.
Siendo esta la causa del estallido nacionalista, está claro que si Cameron y Rajoy son los penúltimos peldaños, tiene que haber un último: la canciller Merkel, a mi modo de ver una condottiera liberal en la misma medida en que lo fue Margaret Thatcher (a su semejanza, aunque no tanto, quizá, a su imagen) y sus políticas llevadas a efecto treinta años después. Las postración a la que ha sometido a Europa a beneficio de su propio nacionalismo germánico y, sobre todo, a los intereses de los bancos alemanes, causantes de la burbuja que nos llevó a todos a la ruina, al inundar Europa de dinero fácil para reclamarlo perentoriamente después, cuando ya el dinero era difícil y caro. Un negocio redondo. Pero es que, además, las propia clase media alemana ha sufrido también, quizá en distinta medida, los recortes y la brutalidad que han padecido las clases medias de la Europa del Sur y -ahora se está viendo también- de Francia y algún otro país (aparte de los antiguos de la órbita soviética).
Puede parecer esto llevar las cosas muy lejos, pero si se quiere una pluma de alcurnia que venga en coincidir -al menos, en uno de los penúltimos escalones citados- puede leerse este artículo de Pedro J. Ramírez en «El Mundo», del cual subrayo este párrafo (que es el que interesa a los efectos de este post): «Lo peor en la guerra es equivocarte de adversario. Es cierto que el PP, y en menor medida el PSOE, también están contra el separatismo, pero, según me ha contado el arponero, ha sido su usurpación de los derechos de participación política de los ciudadanos -el rapto de la bella Helena- y su negativa a devolverlos lo que en definitiva ha alimentado la infección que padecéis». Blanco y en botella.
Los daños han sido grandes. Pero los daños de la intentona nacionalista -que, en Cataluña, aún está pendiente de culminar y de resultado incierto, en términos de fractura social- no son sino una consecuencia de los daños aún mayores de una política enloquecida, de un atraco -materialmente- a toda una ciudadanía y de una cesión del poder y de la iniciativa política a las grandes corporaciones financieras.
Es inútil intentar curar los daños del famoso órdago separatista si no se curan primero los que han llevado a él.
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Javier Cuchí
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