La cagada de ayer de los Twittermaster del usuario de Rajoy, jugando al aprendiz de brujo -por más que lo vistan de lagarterana, de hackers y demás cuentos chinos-, aterrorizados ante la proximidad en seguidores de Pablo Iglesias, no indica sino el estado de pánico del PP (y de unos cuantos que no son del PP) ante el avance, no sé si imparable, pero sí veloz y firme, de Podemos.
Ya he dicho en otro lugar y momento que Podemos me da repelús y he expuesto mis razones, tanto en el artículo central como en la respuesta a los comentarios de uno de mis lectores. Y esto, las razones, creo que es la forma correcta de oponerse a Podemos: razonar y pedir razón. Pedir datos, exigir información previa y concreta de todo el proyecto y confrontar toda esa información con los datos generales -y reales- de la economía y de la política.
Lo que no sólo no son formas sino que, además, es contraproducente, es intentar sembrar el pánico frente a Podemos y, encima, hacerlo de la manera absolutamente ridícula como está haciendo el PP (y algunos que no son del PP): con comparaciones falaces, críticas ad hominem y chorradas diversas. Ah: y con un proyecto de regeneración democrática que huele a timo antes incluso de estar escrito. Excuso decir después.
Lo de los alcaldes, no tiene nombre. Y, además de atufar a pánico, puede salirles el tiro por la culata. Pero, además, me hace gracia lo fieles que son estos tíos al argumentario; tal parece que carezcan de ideas propias o les impidan, en su caso, exponerlas. ¿Cuántos líderes del PP han repetido casi literalmente lo de que la mayoría es lo que quiere la gente y no lo que se decide en una oficina? Para empezar, uno diría que el 40 por 100 no es lo que quiere la gente, sino 4 de cada 10. Si lo que se decide en una oficina resulta que son 6 de cada 10, me parece que estamos bastante al cabo de la calle.
Cierto es que lo de la oficina habría que limitarlo porque constituye en ocasiones verdaderos fraudes al propio electorado. Me pregunto, por ejemplo, cuántos votantes del PSC profirieron sapos y culebras al ver que sus votos iban a parar a un tripartit (no uno: en puridad fueron dos) del que formaba parte la Izquierda de la señorita Pepis y el independentismo puro y duro. Y no me pregunto -porque sé la respuesta- cuántos votantes del PP orinaron sangre de indignación cuando ese partido dio apoyo, reiteradamente, a la CiU de Pujol. Por tanto, sí que no estaría mal que las alianzas, o la posibilidad de tales, hubieran de ser claramente enunciadas antes, en período electoral, para su validez. Decir, por ejemplo: si el PP llega al gobierno del pueblo, llegado el caso nos coaligaremos con este, con aquel y con el de más allá para impedirlo. Y, obviamente, que este, aquel y el de más allá hicieran lo propio. Eso estaría bien: saber que votas a ese partido pero que podría ser que con ello dieras poder -o el poder- al otro. Ya sabes a qué atenerte.
Pero lo de los alcaldes y el 40 por 100 es, sencillamente, trampa.
Otra cosa que me monda de risa es lo de la regeneración. Van a hacer no sé cuántas leyes para regenerar la democracia. Idioteces, imbecilidades y tonterías. Con las leyes que hay, ya se puede regenerar la democracia, por lo menos en la parte más sangrante: basta, por ejemplo, con llevarle al juez Ruz la lista de los que deberían ir a hacer compañía a Bárcenas en la mazmorra, con las pruebas correspondientes, en vez de andar rompiendo discos duros; o cerrar a cal y canto el BOE para los indultos. A cal y canto, no hacer regulaciones de este sí, este no, para reducirlos un 30 por 100 e ir fardando -estúpidamente- de haber limpiado el panorama.
Los ciudadanos tenemos muy claro, desde los albores del 15-M, que la corrupción es inherente al sistema, que el régimen de 1978 construyó un edificio de poder omnímodo, de impunidad y de control por los partidos y por el ejecutivo de todos los demás poderes y que, por tanto, el mal radica, valga la redundante perogrullada, en la misma raíz.
Puede hacerse leyes para combatir la corrupción y para más o menos apuntalar la división de poderes, pero serían simples apaños, puros paños calientes. Paños calientes, ojo, si se hicieran de buena fe, con verdadera voluntad de corregir y de rectificar. Pero todos sabemos que no es así. Que por más que sean capaces de pintar un pedo de verde, perdieron hace ya años toda credibilidad y ninguna honrada sinceridad que pudieran desplegar ahora destruiría ya ese escepticismo ciudadano.
Hace falta reformar la Constitución. No, perdón: hace falta una nueva Constitución. Pero no quieren. Saben que sería su muerte en el chollo y se resisten. Hasta el Consejo Nacional del Movimiento y las Cortes franquistas se inmolaron jurídicamente, en parte convencidos de que el cuento se había acabado y, en parte, para salvar los muebles. Estos no son capaces ni de llegar a eso. Y ya hay que ser miserable para ni siquiera llegar a estar a la altura -a la escasita altura- de las instituciones franquistas.
La Constitución cambiará, de eso no me cabe duda. Lo que me angustia es pensar en el precio que habrá que pagar para llegar a ese cambio y en qué condiciones estaremos para hacerlo. Es decir, que habrá pasado entre este momento y el momento en que nos pongamos a hacer el cambio constitucional porque a la fuerza ahorcan.
Si Podemos llega al poder o alcanza fuerza suficiente para tener una potencia parlamentaria que condicione seriamente el ejercicio del poder, veremos qué pasa aquí y cómo acabará todo. No soy más explícito porque en el segundo párrafo ya enlazo a mis explicaciones (y cuantas más vueltas les doy a éstas, más me parece que me he quedado corto). Y no veo cómo, a estas alturas, va a poderse evitar -sin trampas y sin atajos- que Podemos alcance esa cuota de poder o que, en cualquier caso, el remedio para frenar a Podemos sea peor que la enfermedad, es decir, que Podemos mismo.
Veo el futuro con un muy negro pesimismo, no puedo evitarlo.
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Javier Cuchí
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