Bueno, pues ya vuelvo a estar aquí.
Como sabréis los que me seguís en Twitter o los que, de otro modo, tenéis contacto habitual conmigo, las vacaciones no me han ido bien. Justo cuando empezaba a disfrutar de mi estancia en Asturias, el viernes 22 de agosto, un mal paso bajando una escalera en la Catedral de Oviedo significó un desastre para mi tobillo con fractura de no sé cuántas cosas, que llevó a mi evacuación y posterior intervención quirúrgica en Barcelona.
Resultado, yendo a lo práctico: me esperan tres o cuatro meses de baja (hay quien dice que puede que alguno más y todo, esperemos que no se cumpla el vaticinio) y hasta nueve meses para que se restablezca al cien por cien mi habilidad para caminar. Va a ser un
embarazo de lo más divertido.
O sea que cabe en lo posible que este blog vaya teniendo más entradas de lo habitual, aunque vete a saber cómo me trata el humor y la desconexión con la vida cotidiana. Ya lo iremos viendo.
Pero, en realidad, escribo esta entrada porque tengo que dar
muchas gracias a muchísima gente. Espero no olvidarme de nadie y lo haré por orden cronológico, por orden de intervención, como si dijésemos:
En primer lugar, a Loreto Pérez de la Fuente Cortina, coordinadora de la Actividad Cultural de la
Catedral de Oviedo, que desde el momento mismo de mis trastazo y hasta saberme ya en casa se preocupó constantemente por mi estado y se ofreció a mi familia para todo lo que estuviera en su mano.
En segundo lugar, a
los chicos de la ambulancia que me sacaron de la angosta escalera en la que me di el tortazo, a mí, que peso lo mío y lo de algún otro. Y si uno de los mozos era grandote y fornido, la otra era una chica menuda y fragilita pero que funcionó como una auténtica leona y cuidó durante todo el trayecto al hospital de que mi ánimo estuviera en alto.
En tercer lugar, a la
Policía Local de Oviedo. Teniamos el coche en el aparcamiento de la plaza de la Escandalera y la jugada que ideó mi mujer es que mi hija mayor llamara a un taxi para que éste fuera al Hospital Universitario Central de Asturias (HUCA), al que me llevaban, y seguirlo con nuestro coche. Como, para ello, el taxi hubiera tenido que cometer una infracción, mi esposa se dirigió a una pareja de motoristas de la Policía Local a fin de pedirles cuartelillo. Explicada la situación, los agentes dijeron que de eso nada, que la escoltarían ellos mismos hasta el HUCA, como efectivamente hicieron. Se les pidió la identificación a fin de proceder a una felicitación pesonal, pero se negaron diciendo que habían cumplido con su deber y con su trabajo, de modo que, en ellos, doy las gracias a todo el Cuerpo en la seguridad de que fuesen los que fuesen los agentes con que hubiéramos topado, su buen hacer hubiera sido exactamente el mismo.
En cuarto lugar, a
la entera plantilla del HUCA. Fui tratado de verdadero lujo, cuidado y solícitamente atendido, pese a que no sabían muy bien qué hacer conmigo, puesto que estaba, simplemente, a la espera de ser trasladado a Barcelona. Pero en todo momento estuvieron pendientes de mí, me ofrecieron constantemente analgésicos (lo cierto es que apenas los he necesitado: dentro de la desgracia, he tenido la inmensa suerte de que no sufro dolores de ningún tipo). Cuando más adelante hable del personal sanitario de este país, siéntanse aludidos y no precisamente en segundo término.
En quinto lugar, al
Real Automóvil Club de Catalunya que dispuso mi transporte a Barcelona el mismísimo primer día hábil (lunes, 25), no sin preocuparse antes por que mi familia estuviera perfectamente alojada (que lo estaba, porque siguió residiendo en el hotel rural que habíamos reservado para las vacaciones hasta el día 31, ahora iremos a él) y todo eso pese a algunas dificultades burocráticas en nuestra afiliación no achacable a la administración del Club. Y a los chicos de la ambulancia que molieron los casi mil kilómetros de distancia entre Oviedo y Barcelona sin otra preocupación que mi hija -que me acompañaba- y yo estuviésemos cómodos. Si llegan a leer esto, sepan que lo lograron.
En sexto lugar, a Víctor y Dolores, los propietarios del
Hotel Rural Casa Lao en el encantador pueblín de Soto d'Agues (Sobrescobio, Asturias). Un hotel excelente, gracias al cual han ganado en nosotros unos clientes. Pero la solicitud y el trato de Víctor y Dolores hacia mi familia, sobre todo al conocer mi percance, ha hecho que, además -y sobre todo-, hayan ganado unos amigos.
En séptimo y muy especial lugar (sin demérito de nadie, en absoluto) al
Hospital de la Santa Creu i Sant Pau, al personal de guardia de Traumatología de la madrugada del martes, 26,
al equipo del doctor Julio de Caso Rodríguez que me intervino quirúrgicamente ese mismo día y a los tres turnos del personal de reanimación, aunque con una mención especial al del turno de noche, que tuvieron
show de los buenos y, sin embargo, en ningún momento dejaron de atenderme y de estar pendientes de mis necesidades y de mi comodidad. Como he dicho con la gente del HUCA, después hablaré del personal sanitario en general y todo lo que diga se referirá también al personal de Sant Pau.
Digamos que
fuera de clasificación hay más agradecimientos. Tengo que dar las gracias a mi familia de Oviedo, mis tías y mi prima María, que corrieron a visitarme tan pronto les fue posible y ofrecieron incondicionalmente su casa a mi familia, aunque no hubo necesidad de aceptar el gentil ofrecimiento por lo explicado antes del hotel.
Tengo que dar unas muy especiales y efusivas gracias a mi amigo de... bueno, de toda la vida, el doctor Javier González Carrasco, que me acompañó en el hospital en la medida que se lo permitieron sus obligaciones y estuvo conmigo en el quirófano (es anestesista; aunque la anestesia me la administró el titular del equipo, también llamado Javier, por cierto; mi amigo se ocupó personalmente de
matarme el ciático para que no me diera la tabarra en el postoperatorio). De Quico (lo hemos llamado siempre Quico para no confundirlo conmigo, Javier también) sólo puedo decir que en todos los momentos difíciles de mi vida,
en todos, ha aparecido él como por ensalmo; y no hablo solamente en el aspecto médico: su apoyo moral, en unas determinadas circunstancias que no vienen a cuento, muy difíciles para mí, fue determinante. Tanto es así que, cuando tengo problemas y lo veo aparecer a él, es como si, rodeado por los indios, viera al Séptimo de Caballería tocando a carga (aunque a este particular
general Custer le gusta más bien montar un Alfa-Romeo; pero vaya, todo es cuestión de
atrezzo).
Gracias también, y muy entrañables, a Juan Carlos Nieto, jefe de Admisiones de Sant Pau, amigo de la infancia, que reconoció a mi hermana, se presentó, se ofreció para todo lo que hiciera falta y me visitó la mañana del miércoles 27, en el box de Reanimación, para ofrecerse de nuevo a lo que fuera, entonces y en cualquier otro momento que en el futuro me pueda ser necesario. Además de una muy agradable charla recordando viejísimos tiempos.
Y, en fin ¿a quién más? Pues a mucha gente: a mis hermanos, pendientes en todo momento de mis vicisitudes. A muchos miembros de mi familia (clan Cuchí) que también hicieron su seguimiento de mi incidente. A mis compañeros de trabajo, mi jefe y amigo incluido, que no han dejado de interesarse por mí desde que tuvieron conocimiento de mi percance (algunos, inmediato: cinco horas pelando la pava en las Urgencias del HUCA dieron para mucho
tuit y mucho
guasap) y se han ofrecido, entre otras cosas, para solucionarme todos los problemas burocráticos que me puedan surgir. Cosa que no hará falta, porque también tengo que dar las gracias a mis compañeras del Servicio de Personal del Departament d'Empresa i Ocupació de la Generalitat de Catalunya (en el que presto mis servicios), en particular a Anna, Sole y Maria dels Àngels, que me han dejado la gestión de las bajas, informes, cancelación de vacaciones y demás, a verdadero huevo y en bajada. A los amigos de las redes sociales (es decir, de Twitter) que me infundieron ánimos tan pronto tuvieron noticia del accidente.
No tengo queja: en todos los lugares y ámbitos he encontrado a gente estupenda que me ha tratado, hasta donde lo permitían las circunstancias y la razón, a cuerpo de rey.
Y constato, además, que estoy materialmente rodeado de buena gente.
Sobre la sanidad públicaSoy usuario habitual de la sanidad pública, pero básicamente de los servicios de asistencia primaria, como casi todo el mundo; hasta el 22 de agosto, no había sido
cliente de su sistema hospitalario (sufrí hace muchos años una intervención quirúrgica, pero en el sistema privado).
Ya estaba contento con la asistencia primaria, pero en lo que se refiere a la hospitalaria, mi grado de satisfacción no puede ser más alto. No puede. No encuentro el menor
pero a cómo he sido tratado desde que me recogieron un viernes por la tarde en aquella escalera de la Catedral de Oviedo hasta que me dejaron, materialmente, en el recibidor de casa al mediodía del miércoles siguiente.
Pero en mi estancia en dos hospitales de los buenos, uno en Oviedo y el otro en Barcelona, he visto muchas cosas.
He visto un personal puteado, trabajando con la lengua fuera, con instalaciones saturadas de pacientes, teniendo en muchas ocasiones que improvisar los medios (hacer
inventos), trabajando como burros porque no se suplen bajas ni vacaciones -y, aún con el personal al completo, éste es muchísimo más reducido que hace no muchos años-, buscando como locos una hora de quirófano para operar, una cama en la que ingresar (en el HUCA, estuve en la planta de Ginecología; con la habitación para mí solo, no seáis malos) y en Sant Pau, se decidió atinadamente que, como me iban a dar el alta al día siguiente, podía pasar la noche en el box de reanimación: de todos modos, no había camas disponibles). Todo ello porque medio hospital -cualquiera de los dos- estaba cerrado. No quisiera exagerar, pero los
gritos y susurros que sonaron aquella noche en la Sala de Reanimación de Sant Pau eran como para «Apocalypse Now»; y, sin embargo, en ningún momento, ni en el HUCA ni en Sant Pau me sentí desatendido, al contrario, tuve la perfecta sensación de que se estaba pendiente de mí en todo momento; y eso que yo mismo hubiera justificado una razonable
desatención toda vez que, dentro de la situación, me encontraba perfectamente, sin dolor alguno e incluso cómodo. Pues no. No se olvidaron de mí en ningún momento.
Como sabéis, soy funcionario. Funcionario orgulloso: desde que tomé posesión de mi primera plaza, siempre tuve delante, como un icono, la imagen abstracta del ciudadano, en la perfecta consciencia que mis jefes no son esos biliosos a quienes nos colocan ahí los partidos, sino los ciudadanos
que son quienes me pagan. Una vez me peleé con un consultor cuando la unidad en la que prestaba servicio solicitó la ISO 9000 (cosa que siempre me ha parecido una perfecta gilipollez en la Administración pública, pero en fin). Se empeñó en ponerme al ciudadano como cliente.
«No señor -le dije-
el ciudadano no es mi cliente: es el amo de la empresa». El otro, hizo una caída de ojos -cuánta ignorancia, Señor- y dijo que era el cliente porque era el destinatario de mis servicios. Le pregunté si tenia asistenta. Me respondió que no, pero que años atrás sí que la había tenido:
«¿Y le dijo alguna vez a la asistenta que usted era su cliente
o era más bien el amo?». Me dejó por imposible.
Pues bien, nunca he estado tan orgulloso de ello como estos días, nunca me he sentido tan alto en tanto que empleado público como cuando he visto trabajar a todas estas personas -hasta extremos verdaderamente abnegados- y darme cuenta de que, con independencia de que su vinculación fuera funcionarial, estatutaria o laboral, todos eran compañeros, todos eran empleados públicos. Como yo. Cuánto, cuánto y cuánto honor, de verdad que no hablo a humo de pajas. Qué grande me siento en ese
como yo.
Las putadas que se está haciendo a estos profesionales -entre las cuales no es la menor un sueldo de miseria que no da para afrontar una hipoteca en solitario mientras tanto cerdo arramba con dinero a espuertas y me da igual que sea legal o ilegal, cerdo lo mismo- claman venganza ciudadana. Ya no sólo porque los ciudadanos somos también, en definitiva, víctimas de esa situación: es por la situación intrínseca.
Llevar a los responsables de las políticas sanitarias de este país,
a todos ellos de narices ante el juez y de un puntapié a presidio por un montón de años (y no hablo de patíbulos por principios, no por falta de merecimientos) es la más alta prioridad de salud pública que tenemos los ciudadanos.
Ojalá algún día tengamos redaños y seamos implacables en el castigo.